Las gallegas
ESPAÑA transmite, desde hace tiempo, la impresión de ser un modelo en igualdad de género. Michelle Bachelet, presidenta dos veces del que fue mi país de acogida por largo tiempo, declaró que la paridad ministerial de Rodríguez Zapatero la inspiró para impulsar la suya, en 2006. Por otra parte, la llamada “ley de dependencia” fue mirada en su momento por las feministas chilenas con un interés que iba más allá de lo académico.
Si se dejan atrás los trazos gruesos, se ven otros aspectos. Resulta evidente que España exhibe un ambiente ideológico propicio para estos temas. Sorprende favorablemente la cobertura que los medios hacen de la violencia de género así como las movilizaciones, tanto para exigir un Pacto de Estado contra la Violencia de Género como frente a sentencias en casos ya emblemáticos como el de Juana Rivas o La Manada. La relación entre los movimientos de mujeres y una izquierda que la reclama como exclusiva se ve desafiada por formaciones políticas más jóvenes que compiten en sensibilidad por estos asuntos, siendo más cosmopolitas y pragmáticas a la hora de elaborar propuestas.
Un ejemplo lo ofrece Ciudadanos quien ha declarado la igualdad efectiva entre hombres y mujeres como una de sus banderas. En ese ámbito, apunta a un nudo crítico para revertir el declive demográfico y, con ello, avanzar en la sustentabilidad de la vida: la división sexual del trabajo. No solo logró tres semanas más (a las dos existentes) de permisos de paternidad sino que ha presentado su propia ley en materia de conciliación, igualdad y apoyo a las familias. Contempla planes de igualdad para todas las empresas con más de 100 trabajadores, romper el “techo de cristal” a partir del compromiso de la propia empresa y combatir la brecha salarial con mayor transparencia en las retribuciones.
Frente a lo anterior, cabe preguntarse por la situación de las gallegas. Datos recientes muestran que, en materia laboral, su desventaja pasa por una mayor tasa de paro (16% vs. 14,2%), brecha salarial (22%) y presencia en directorios (30%) aunque exhibe una mayor participación en la función pública: 84.640 vs. 62.187. En educación, 37% tiene estudios superiores aunque persiste la preferencia masculina por carreras de ciencia y tecnología. En política, la casi paridad en el Parlamento contrasta con que somos la segunda autonomía con menos alcaldesas (40 entre 313 municipios). Pero hay un aspecto que da ganas de llorar: se ha indicado que el rostro de la desigualdad entre los sexos sería el de una mujer, gallega y pensionista.
El trabajo por la igualdad de género, de difícil sincronización frente a tanto ámbito de competencia, se ve ahogado por pancartas, clichés y la demanda por más recursos, sin transparencia ni evaluaciones rigurosas previas. Ello tiene consecuencias dramáticas en el caso de políticas como las de violencia de género (20 víctimas al mes de julio). El Foro Económico Mundial viene alertando, a nivel global, del estancamiento en el ritmo de cierre de las brechas de género. En un marco urgido de efectividad y creatividad, el lenguaje duplicado, ese de “portavoces y portavozas”, poco o nada contribuye sustantivamente a este esfuerzo.