Elecciones en Chile: ¿qué está en juego en el país ‘laboratorio’?
Las claves para entender los resultados de los comicios chilenos a la espera de la segunda vuelta de las presidenciales, que tendrá lugar el próximo 17 de diciembre.
Aunque se supone que la incertidumbre de los resultados es parte consustancial de la democracia, esto no era tan obvio para Chile hasta el pasado 19 de noviembre. Ese día, los chilenos fueron convocados a votar simultáneamente por un candidato a presidente en primera vuelta, así como por diputados, senadores y consejeros regionales (Cores). El sistema binominal que se venía utilizando desde 1989 era tan predecible que permitía conocerlos de antemano. Ese y otros efectos fueron mostrando, con el tiempo, tal nivel de disfuncionalidad que se llegó a la crisis de representación que Chile estaría atravesando.
Su cambio en el sistema electoral por otro de tipo proporcional moderado, el método D´Hont, considerado una de las reformas estrella del segundo mandato de Michelle Bachelet (2014-2018), en combinación con el voto voluntario y una alta abstención que en las elecciones de 2013 fue casi del 50%, hacían pensar que las séptimas elecciones desde que recuperara la democracia, en 1990, podría dar más de alguna sorpresa. Pero no era solo eso. También debutaba el voto de los chilenos en el exterior y se daba el pistoletazo de salida a un sistema de cuotas de género según el cual hombres y mujeres no pueden superar el 60% de las listas. Ello ha permitido llegar a un 41,3% de candidaturas femeninas, el doble del 20% tradicional. Pero, además, por primera vez, el centro izquierda chileno, que había logrado cristalizar la convergencia de los humanismos laico y cristiano para derrotar la dictadura de Augusto Pinochet a fines de los 80, acudió a las urnas con dos candidaturas: el senador independiente Alejandro Guillier, apoyado por los partidos de izquierda, y la senadora demócrata cristiana Carolina Goic.
Todo lo anterior hacía anticipar un realineamiento del sistema político en un país que ha sido visto como un laboratorio. No solo porque fue una de las primeras naciones en el mundo en adoptar un programa de políticas de libre mercado en 1973, sino porque, además, fue antecedido por otro experimento. Nos referimos a la llamada “vía chilena” al socialismo, un proceso político de cambio constitucional abruptamente interrumpido por un golpe de Estado. Chile, país pequeño en términos demográficos, conocido globalmente por su condición telúrica y paisajes extremos, ha servido, a pesar de su lejanía de los grandes centros mundiales, para llenar los imaginarios políticos de varias generaciones de muy diversos lugares al intentar, en los 70, una alternativa de gobierno que aspiró a realizar profundos cambios sociales por medios pacíficos, en contraste con la revolución cubana. Posteriormente, de la mano de la “tercera ola democratizadora”, con su transición desde un régimen autoritario, ha tratado de proyectarse como un referente por su estabilidad política y, a nivel económico, por su éxito en la lucha contra la pobreza ampliando, en términos generales, las oportunidades de bienestar de sus ciudadanos.
La instalación de un escenario más heterogéneo y representativo, al tiempo que más atomizado y disperso, encuentra al país en un momento especial. Unas elecciones, en apariencia desmovilizadas, han venido a constituirse en un virtual referéndum a la promesa de Michelle Bachelet de desmontar el legado histórico de Pinochet. La mandataria ha emprendido un ambicioso programa de cambios que contempla una ley de acceso gratuito a colegios y universidades; una reforma tributaria; reformas en materia de transparencia y probidad; una ley de unión civil entre homosexuales y la despenalización del embarazo en tres casos especiales. Ello incluye, también, una nueva constitución, en reemplazo de la heredada del régimen militar.
Las dificultades para llevar a cabo las reformas como, por ejemplo, un aparato estatal cuya capacidad de gestión no estaba acondicionada para los efectos; los escándalos de la relación del dinero con la política y un menor crecimiento económico que pone en jaque la ambición redistributiva de sus medidas habrían contribuido a la merma de un apoyo ciudadano antaño extraordinario. En su mejor momento, cuando abandonó la sede del Gobierno para entregarle la banda presidencial al candidato de la derecha, en 2010, el respaldo a Bachelet ascendió al 80%. A ello, hay que añadir otras que, situadas en el terreno de lo personal como el llamado caso Caval, que involucró a su hijo y a su nuera en un episodio de especulación inmobiliaria, han venido erosionando el capital político con el que aspiraba a sostener sus reformas en un país donde el descrédito de instituciones como el Congreso y los partidos llama la atención de los expertos por lo rápido y profundo. Sin embargo, la caída en su adhesión comenzó unos meses antes, cuando arremetió con sus reformas, amparándose en su mayoría legislativa y con un estilo distinto, más rígido e intransigente al que tenía acostumbrado. De hecho, abonó el terreno para ser considerada, a nivel mundial, como la mandataria más comprometida con los derechos de las mujeres no solo por sus resultados de política sino por su apelación a un estilo, que reivindicó como propio de las mujeres, expresado en un diálogo y cooperación que la llevó a implementar variadas comisiones para el abordaje de complejos asuntos. Ello se complementó con el nombramiento de sus gabinetes ministeriales de acuerdo al principio de la paridad de género.
Por contraste con su primer mandato, en el que el centro de su programa fue la promesa de instalar un sistema de protección social enmarcado en la “ética del cuidado” e inspirado en derechos sociales garantizados, decidió en 2014 acometer una cruzada un tanto distinta. A su juicio, el principal enemigo de Chile, aquel que hurtaba las posibilidades de dar el salto al desarrollo, era la desigualdad. Si se aspiraba a un desarrollo sustentable, su condición de desigualdad entraba en directa contradicción con la sustentabilidad. Con ello, contravenía las tesis de su antecesor, Sebastián Piñera, para quien el país debía perseverar en el rumbo de “crecimiento con equidad” que traía. Torcerlo, según su visión, haría inevitable la caída en “la trampa de los países de ingreso medio”, expresión con ribetes académicos para aludir al populismo. En estos debates, ha jugado un papel estelar la referencia permanente a la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), a la que Chile fue el primer país de América Latina en ingresar en 2010, posicionándose de inmediato en su seno como el más desigual, pero también Naciones Unidas. Distintos analistas han coincidido en señalar que la brújula que habría orientado su actual programa de gobierno ha sido la agenda global que emana de la ONU. No es casual, aunque la propia Bachelet fue funcionaria de dicho organismo como la primera directora de ONU Mujeres entre 2010 y 2013. Desde finales de los 90, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) viene difundiendo informes cuyos resultados han alimentado un debate político e intelectual intermitente, que ya dura más de veinte años, acerca de lo que se ha llamado “el difuso malestar”: la coexistencia de avances materiales con un sentimiento de desagrado con lo que la modernidad capitalista conlleva. Como una expresión elocuente de ello fue interpretada la movilización estudiantil de 2011. Levantó muchas preguntas porque ¿cómo era posible algo así en momentos en que la economía chilena crecía? Pero la demanda por una educación pública, gratuita y de calidad estaba latente y encontró, en el contexto de un gobierno de derechas, una estructura de oportunidades políticas favorable para expresase, extendiéndose después a otras áreas de la vida social. Se comenzó a sentir que era sencillamente intolerable que las pensiones y la salud estuvieran regidas por la lógica de mercado.
Cuando todo indicaba que Bachelet, dado el lugar expectante que el candidato presidencial de la oposición venía ocupando en los sondeos, debería entregarle nuevamente el poder, los resultados han venido a insuflarle un nuevo aire a la Nueva Mayoría, su alicaída coalición. Sintéticamente, y en una primera lectura, es posible observar varios fenómenos:
La segunda vuelta se dirimirá entre Sebastián Piñera en representación de la centro derecha y Alejandro Guillier, por el oficialismo. Se anticipa el balotage más reñido desde el que enfrentaran Ricardo Lagos con Joaquín Lavin, en 2000. Por otro lado, Chile viene a añadirse a la lista de casos que, como el Brexit, Colombia y la elección de Donald Trump, abonan las limitaciones predictivas de las encuestas.
Emerge una derecha social, el declive del centro (representado por la Democracia Cristiana) y un desplazamiento de la izquierda moderada.
Las cuotas de género han posibilitado un incremento de 22,7% de mujeres en el Congreso. Esto incluye, además, a la primera representante del pueblo mapuche-huilliche en un país donde los pueblos indígenas no tienen todavía reconocimiento constitucional.
La abstención electoral superó la de 2013, empinándose sobre el 54%.
Emerge una nueva fuerza de izquierda: el Frente Amplio. Compuesto por 11 partidos y liderado por dos de los líderes estudiantiles de 2011, obtuvo 20 diputados y un senador.
Con el contundente aterrizaje de esta izquierda en la escena política, no solo se reeditan matemáticamente aquellos “tres tercios” con los que se denominó a las tres principales corrientes políticas existentes entre 1958 y 1973. Cada una contaba con cerca del 30% de los votos pero, al no tener ninguna el apoyo mayoritario, la situación devino en polarización y desestabilización política. Ello permite resucitar, en algunos, fantasmas que se creían exorcizados. Pero, de manera simultánea, es una expresión de vibrante actualidad, ya que es vista —quizás simplificadamente— como el símil austral de Podemos, la formación política española que emergió del movimiento de los indignados. La coincidencia no viene dada únicamente por la relativa juventud de sus miembros, está también la exhibición de un talante intransigente marcado por la crítica a los pactos de los gobiernos democráticos precedentes. Mientras que ninguna fuerza o coalición quedó con la mayoría suficiente en el Congreso y Chile, como el resto de los países de la región, se ve obligado a cortar su dependencia de una materia prima como el cobre y diversificar su matriz productiva, la capacidad de llegar a acuerdos pareciera más necesaria que nunca.
Fuente: esglobal.org 21/11/2017