La primera Presidenta de Chile: Los desafíos de Michelle Bachelet
REVISTA YA, 24/01/2006.
Las mujeres gobernantes del mundo han oscilado entre los perfiles de “flor de hierro”, como Margaret Thatcher y “madre de la patria”, que es el caso de Corazón Aquino. Michelle Bachelet no resulta fácil de clasificar en una sola categoría. Su liderazgo, según el análisis de la académica María de los Ángeles Fernández, se asienta esencialmente en dos pilares: proximidad y semejanza.
A pesar del avance lento, pero sostenido, de mujeres en los poderes del Estado desde la Segunda Guerra Mundial, el que una de ellas llegue a ostentar la máxima magistratura sigue percibiéndose como una rareza. Los datos hablan por sí solos: de los 191 países miembros de Naciones Unidas, las actuales presidentas se ubican en Finlandia, Irlanda, Letonia, Liberia, Filipinas y, ahora, también en nuestro país. Hay cinco primeras ministras en Bangladesh, Alemania, Nueva Zelanda, Mozambique y San Tomé y Príncipe.
Las cifras dan cuenta de un fenómeno todavía simbólico y que la meta del equilibrio entre los géneros está lejos de alcanzarse. En todas partes, los más altos círculos de poder permanecen masculinos.
Hasta el pasado 15 de diciembre Chile no podía vanagloriarse de posibilitar el acceso de las mujeres a los espacios de importancia política. Chile ocupa el lugar 12 entre 18 países de la región en presencia parlamentaria femenina y el 68 en el mundo, según la Unión Parlamentaria Mundial. Según Flacso, nuestro promedio de participación de mujeres en cargos públicos es de 20%.
Si damos un vistazo a los factores que facilitarían la mayor presencia de mujeres en dichos cargos, según lo que plantean Norris e Inglehart en su libro “Rising tide: gender equality and cultural change” (2003), Chile podría catalogarse como “el peor de los mundos posibles” para las mujeres que aspiran a desarrollar una carrera política. De acuerdo a estos autores, existe un cúmulo de barreras que enfrentan las mujeres, que est[an ubicadas a nivel estructural, institucional y cultural.
En Chile se expresan en la existencia de una evidente brecha salarial entre hombres y mujeres (ganamos el 81,7% de lo que ganan los hombres), sino que también un bajo porcentaje de mujeres incorporadas a la fuerza laboral (36% versus 45%, a nivel mundial) y un sistema electoral que no promueve la representatividad, ni ley de cuotas, ni límites a la titularidad en los cargos, y para guinda de la torta, el patronazgo y la informalidad es el sello que marca la selección de candidatos. Nuestra cultura política no se caracteriza por favorecer la igualdad de género. Buena parte del discurso desplegado durante la reciente campaña presidencial por algunos sectores, destinado a cuestionar las capacidades e idoneidad para gobernar de la candidata, da buena cuenta de eso.
Con estas cortapisas, la emergencia de la candidatura de Bachelet suscita extrañeza y, por eso, se ha hablado de “fenómeno”. Pero habría algo latente en las sociedades latinoamericanas que pavimentaría el camino. Una importante encuesta realizada por Gallup a principios de la década de los noventa, por encargo de Diálogo Interamericano, arrojaba que tres cuartas partes de los latinoamericanos pensaban que una mujer sería electa en su país en los próximos veinte años. Sin embargo, resulta plausible pensar que esta predilección no está basada tanto en cambios culturales profundos como en la presunción de que las mujeres son más honestas, más preocupadas de combatir la pobreza y serían menos corruptas. Tampoco hay que desdeñar el efecto que en algunos países ha tenido la implementación de leyes de cuotas.
Los acontecimientos políticos recientes evidencian que cuando es una mujer quien logra ostentar un papel relevante de liderazgo, su historia personal y política conducen hacia la interrelación de percepciones e interpretación de experiencias vitales, así como los mitos e ideas preconcebidas que configuran la definición social de la realidad y las funciones esperadas para los sexos dentro de una comunidad. Es por ello que resulta interesante preguntarse acerca del tipo de liderazgo que podría desplegar la Presidenta Michelle Bachelet.
Cuando recurrimos a estudios sobre el tema, nos encontramos con los primeros obstáculos: en primer lugar, no hay un acuerdo en la literatura de disciplinas como la Ciencia Política, la Sicología o la Sociología acerca de qué es el liderazgo, aunque es un concepto de uso recurrente; en segundo lugar, dado el escaso número de mujeres que gobiernan, hay una carencia evidente de casos sobre los que teorizar; en tercer lugar, pocos han analizado la importancia e influencia que la cuestión del género ha tenido en el liderazgo femenino; en cuarto lugar, dado que los conceptos y estilos de liderazgo político han sido desarrollados en ambientes dominados y definidos por hombres, se supone que la socialización se canalizará de acuerdo a estos patrones. Así como lo masculino permea la comprensión generalizada acerca del liderazgo político, las diferencias que declaran las mujeres líderes al ser entrevistadas son un reflejo de percepciones socializadas. Terminamos viendo lo que queremos ver, con el resultado de que las mujeres se autoperciben como generosas, comprensivas, horizontales y cooperadoras en condiciones de que los pocos estudios disponibles no arrojan distinciones por sexo en el desempeño. Más bien lo que se identifica es la supremacía de la lógica del partido político por sobre otro tipo de consideraciones. La evidencia muestra que los atributos del liderazgo se relacionan con el género, pero no son específicos de éste.
Genovese, en su estudio ya clásico titulado “Mujeres como líderes nacionales” (1993), plantea que no hay diferencias entre hombres y mujeres, no logrando identificar un rasgo o rasgos comunes aplicables al conjunto de datos existentes. Indica que, más que estilos diferentes, lo que existe es que se den situaciones diferentes, que requieren liderazgos diferentes y que el líder con éxito es aquel que reconoce y se adapta a esas situaciones.
La mayoría de las mujeres que han ejercido como líderes nacionales han gobernado en naciones menos desarrolladas. Igualmente, obtuvieron el poder en países que mantenían algún tipo de democracia, en regímenes laicos y pocas accedieron en tiempos de estabilidad. Se observa que, dentro de las pioneras en la segunda mitad del siglo XX, pocas han llegado al poder solas (salvo Margaret Thatcher y Golda Meir) y la mayoría ha mantenido estrechos vínculos con sus padres. El lazo sanguíneo suele ser el hilo que las vincula al poder. Proceden de familias con elevadas expectativas, en las que abundaban las oportunidades de desarrollo personal y en las que la figura masculina empujaba a su hija a ir más allá.
Cuando se analizan los estilos de liderazgo, no aparece un estilo claro ni se revela la posibilidad de que puedan contribuir con un liderazgo feminista y que dé lugar a transformaciones. Las mujeres gobernantes de ese momento han oscilado entre los perfiles de la rudeza de la “flor de hierro” (Thatcher) y la acogida y contención de “madre de la patria” (Corazón Aquino). ¿Qué sabemos, por ejemplo de líderes de gobierno como Jennifer Smith (Bermuda), Tansu Ciller (Turquía), Sylvie Kinigi (Burundi) y Hanna Suchocka (Polonia)? Podemos especular que esta insipidez de su liderazgo se ha debido, bien al efecto de neutralización que produce la profesionalización de la política, bien a que algunas gobernaron en tiempos de inestabilidad política, sin oportunidad claras para demostrar un estilo peculiar de gobierno (por ejemplo, Estela Martínez de Perón). En el caso de varias de ellas, si hubieran fomentado el feminismo al interior de sus sociedades, hubiera resultado un suicidio político. Sin embargo, resulta útil identificar algunos elementos presentes en la posible ecuación personal del liderazgo de Michelle Bachelet en base a variables como el contexto, el estilo, la sicología, la trayectoria y el programa político.
De partida no resulta fácil de clasificar en una sola categoría. Al analizar las características de su ascenso al poder, éstas están marcadas por una combinación de patrones convencionales con novedad: no ha seguido la ruta tradicional de superación de obstáculos en el proceso de reclutamiento (llamado “el jardín secreto de la política”). Se piensa en ella como en una “outsider”, porque no proviene de la élite partidaria y, sin embargo, ostenta credenciales de una militante disciplinada y de larga data. Comparte con la clase política femenina su origen social más aventajado (para abundar en este tema se recomienda leer “Eliterazgo. Liderazgos femeninos en Chile”, de Clarisa Hardy); su imagen se visibilizó luego de que el Presidente Lagos la nominara en una cartera de adscripción tradicionalmente masculina y fueron las encuestas de opinión las que la catapultaron a la fama.
Por otra parte, su discurso de campaña demuestra un evidente conciencia de género, denunciando repetidamente las discriminaciones que viven las mujeres y declarando la subordinación política que experimentan, proponiendo correctores políticos como una ley de cuotas o la paridad en los cargos de gobierno. Ello ha resultado novedoso ya que ha servido para promover la autoconfianza de las mujeres, pero también riesgoso: se ha diagnosticado que es más conveniente para las mujeres con pretensiones políticas actuar como políticas y no como mujeres políticas. Es decir, hacerse cargo de las demandas de la ciudadanía en su conjunto, sin dirigirse a sectores específicos. En materia de estilos, ha insistidoque implementará un modelo ciudadano, entendido como inclusivo y dialogante. Podría decir que su liderazgo se asienta en dos pilares: proximidad y semejanza.
Desde esta perspectiva, tenemos señales de que Bachelet podría desplegar una performance de un liderazgo de tipo transformacional, que escasísimas mujeres han podido, como Gro Harlem Bruntland (Noruega) o Mary Robinson (Irlanda), que logró ser relevada por otra mujer en su cargo, aunque con discontinuidad: trataron de cambiar sus estados, sus sociedades, mostrando capacidad para defender o crear nuevas dimensiones, distanciándose de la tradición y abriendo nuevos caminos.
Algunos plantean que ya supone una posibilidad de cambio en sí misma la presencia de una mujer a la cabeza de los destinos de un país, por el efecto simbólico que provee, difundiendo modelos de rol y difundiendo el mensaje de que la política es una arena posible para la contribución plena de las mujeres. Otras posturas, más escépticas, afirman que la sola presencia femenina en cargos de poder no producirá automáticamente políticas favorables a los intereses de las mujeres.
Bachelet no podrá descuidar el cultivo de otra faceta del liderazgo, más vinculado a las características de lo masculino, de tipo coalicional y consensual. Podríamos estar enfrentándonos a un tipo de liderazgo más andrógino en que confluyan lo tranformacional (mayor participación ciudadana, fomento de igualdad) con lo transaccional (negociaciones necesarias para el funcionamiento).
Aunque es prematuro concluir que Bachelet es la consecuencia de cambios culturales orientados hacia la igualdad de género, sí podemos afirmar que su emergencia se inserta en un clima cultural más amplio de apertura y de libertades. Esto podría ser la oportunidad para avanzar, como ha dicho la experta francesa Delphine Dulong, en la promoción de una mayor presencia de las mujeres en el espacio público, no sólo el político (en los directorios de las empresas, a la cabeza de universidades y en sindicatos por ejemplo); y que, en definitiva, haya paridad política, pero también doméstica.
MUJERES GOBERNANTES: FLOR DE HIERRO O MADRE DE LA PATRIA
En Sri Lanka, en 1960, Sirimavo Bandaranaike fue la primera mujer del mundo en alcanzar el principal cargo del país a través de votación popular. Como primera ministra fue reelegida en 1970 y tuvo un tercer período en 1984.
Aunque es difícil encasillarlas, las mujeres que han alcanzado el poder se han movido entre los extremos de la “Flor de hierro” y la “Madre de la Patria”. Las “Flores de hierro” se caracterizan por tener un estilo agresivo, cercano al liderazgo masculino, arquetipo representado por Margaret Thatcher (1979, Gran Bretaña) y Golda Meir (1969, Israel). La otra cara de la moneda son las “Madres de la Patria”, mujeres que han llegado al poder por el vínculo sanguíneo, en un contexto de sociedades tradicionales, conservadoras y muy apegadas al tema religioso. Su estilo es percibido como acogedor. Están representadas por Sirimavo Bandaranaike, Corazón Aquino (1986, Filipinas), Benazir Buttho (1988, Pakistán), Indira Gandhi (1966 y 1980, India) y Violeta Chamorro (1990, Nicaragua). En una tercera categoría estarían las llamadas “profesionales”, un modelo que se ha desarrollado con más fuerza durante la última década. Son mujeres altamente preparadas, cuya carrera ha estado centrada desde siempre en la política, y actúan como tales. Entre ellas están Angela Merkel (2005, Alemania), Helen Clark (1999, Nueva Zelanda), Tarja Halonen (2000, Finlandia) y Mary Mcaleese (1997, Irlanda), Gloria Arroyo (2001, Filipinas) y Ellen Johnson Sirleaf (2006, Liberia).
Otras mujeres presidentas han sido Mary Robinson (1990, Irlanda), Gro Harlem (1990, Noruega), Jennifer Smith (1998, Bermuda), Tansu Ciller (1993, Turquía), Sylvie Kinigi (1993, Burundi), Hanna Suchocka (1992, Polonia) y Vaira Vike (1999, Letonia). En Latinoamérica, Mireya Moscoso (1999, Panamá) y Janet Rosemberg (1997, Guyana). A ellas se suma Michelle Bachelet (2006, Chile). También llegaron a la presidencia, pero sin pasar por el escrutinio ciudadano, Estela Martínez de Perón (1974, Argentina). Rosalía Arteaga (1996, Ecuador) y Ertha Pascal (1990, Haití), y Lidia Gueiler (1979, Bolivia).