Lo que no se nombra
El ambiente de precampaña que vive Chile está particularmente sacudido
El ambiente de precampaña que vive Chile, no sólo por las elecciones municipales de octubre sino por el adelanto de la contienda presidencial, está particularmente sacudido. Por un lado, se encuentran los múltiples problemas que aquejan al gobierno reformista de Michelle Bachelet, quien tiene un 20% de aprobación aunque superada por el 13% de su propio gabinete, lo que tiene a su coalición presionando por un cambio.
A la desaceleración económica hay que sumar una reforma de la educación superior que no deja contento a nadie; una interpelación parlamentaria, que podría ser la antesala de una acusación constitucional, en contra de la Ministra de Justicia Javiera Blanco, cuestionada por el funcionamiento de dos organismos a su cargo: Gendarmería, donde se descubrieron unas pensiones siderales y artificialmente abultadas y el negligente tratamiento de niños en situación de riesgo, con resultado de muerte y cuyo número es un misterio, por parte del Servicio Nacional del Menor (Sename). Lo primero fue la chispa que prendió la llama de las recientes movilizaciones contra las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), entidades creadas durante el régimen militar para hacerse cargo de la modalidad de capitalización individual de un sistema de pensiones que le entrega a los chilenos una pensión promedio de doscientos mil pesos (272 euros, aproximadamente).
Sin embargo, han sido unas declaraciones del ex presidente Ricardo Lagos las que han levantado más polvareda, atreviéndose a ponerle nombre a la situación que se ha venido acumulando por más de una década. Las movilizaciones estudiantiles del 2006 y del 2011 llevaron a hablar de una crisis de representación pero el diagnóstico resulta hoy insuficiente para abarcar el impacto de los casos que se investigan de financiamiento irregular de la política.
El ex mandatario fue más lejos. Habló de una crisis generalizada de confianza que no deja títere con cabeza, aludiendo al empresariado por casos de colusión, a la iglesia católica y hasta a la dirigencia del fútbol, en un país orgulloso de sus recientes triunfos a nivel sudamericano. Afirmó que se asiste a “la peor crisis institucional que ha tenido Chile” y que no tiene certeza de “si el país aguanta un año y medio”.
Se da la casualidad de que ese es el tiempo que falta para que el actual Congreso se renueve bajo un sistema de tipo proporcional que ha concentrado las esperanzas de relegitimación, pero también es el que resta para que la Presidenta Bachelet termine su mandato. Aunque cayó como bomba de racimo en el seno de la Nueva Mayoría el ministro vocero, Marcelo Díaz, salió a refrendarlo, incrementando la irritación. Señaló que el país vive una transición, que se ve desafiado a inventar una nueva forma de gobernabilidad y que, aunque el gobierno se encuentra impulsando un proceso constituyente, se necesitarán reformas políticas estructurales.
Con ello reconoce la insuficiencia de las actualmente en curso, con acento en la probidad y la trasparencia. Su impacto está lejos de ser lineal ya que conviven con fenómenos que reman en sentido contrario: desde denuncias de cuoteo en los nombramientos de los organismos autónomos hasta una creciente sensación del Estado visto como botín. Su pronunciamiento ha venido a reinstalar el debate acerca de la situación que el país atraviesa, si es efectivamente una crisis, de qué tipo y si estaría en juego la gobernabilidad.
Si hubiera que buscar paralelismos, Venezuela entrega antecedentes al respecto. Considerada durante los años setenta como la “niña bonita” de la región, la década de los ochenta asistió a un corpus de literatura que podríamos denominar “politología de la crisis”, particularmente motivada por la explosión social conocida como Caracazo así como los dos intentos de golpe de Estado en 1992. La trayectoria de su democracia no había sido despreciable si se observa la reducción de la cantidad de hogares en situación de pobreza moderada y extrema que existían a comienzos de los sesenta. Pese a ello, la distribución del ingreso la colocaba como la democracia más desigual del mundo hacia fines de los setenta, es decir, en el mejor momento de sus realizaciones sociales. Es en 1983 que comienza a empeorar en forma decreciente su situación distributiva. Aunque el mundo intelectual advirtió de los peligros, los partidos no estuvieron a la altura. Frente a la situación en que ha devenido ese país, muchos han señalado que en 1983 todavía había tiempo pero fue algo que no se quiso ver.
La clase política chilena, en la que conviven sectores afectados por el trauma del quiebre de 1973, haría bien en mirar más experiencias como la venezolana y escandalizarse menos del sinceramiento del ex presidente Lagos. En este tipo de asuntos, y aunque Chile parece estar más cerca de caer en estado de planicie que de desmoronarse, ¿no será mejor pecar por exceso que por defecto?