La promesa renovadora
DADO QUE se plantea como un hecho el retorno de la llamada “vieja guardia” concertacionista, vale la pena preguntarse en qué quedó la renovación política al terminar el 2015. Recordemos que su falta fue esgrimida como uno de los factores explicativos de la derrota electoral en 2010. Sindicada la entonces ex Presidenta Bachelet como responsable, no trepidó en irse lejos. No sería ella impedimento para que florecieran mil flores. A su regreso hizo suya la deuda, promoviendo el recambio generacional en la figura de su ministro del Interior, Rodrigo Peñailillo, que llegó con la G-90. Alcanzado por las esquirlas del caso SQM, un cambio de gabinete radical terminó por defenestrarlo. La última encuesta CEP plantea una paradoja: al tiempo que registra la caída de Marco Enríquez-Ominami, emblema de la crítica a la falta de renovación de la política, ve erigirse como el político más valorado también al más joven, el diputado Giorgio Jackson.
Tanto vaivén revela que se mantiene como una promesa la transformación de la política. Asociada a la renovación de la dirigencia y, de algún modo, a su rejuvenecimiento, a poco andar se constata que la cosa tiene mucho de gatopardismo. Con dos años electorales por delante, valdría la pena que revisáramos nuestra estrecha concepción de la renovación lo que lleva, inevitablemente, a interrogarnos acerca de las ideas que nos hacemos de la política. En un visionario artículo titulado “La política ya no es lo que fue”, Norbert Lechner advertía acerca de su pérdida de centralidad y de su informalización y de cómo ello afectaba a los partidos políticos, actores privilegiados de la política democrática. Señalaba que carecían de un discurso ideológico y programático y que sus dificultades para tener un perfil nítido llevaba a que recurrieran “a un sinfín de polémicas y polarizaciones artificiales que minan la ya de por sí débil identificación partidaria”. En la misma línea argumenta Daniel Innerarity, para quien “el desacuerdo por sobreactuación viene motivado por la necesidad de hacerse notar buscando, no solo la atención de la opinión pública, sino también la de la propia hinchada que premia la intransigencia y la victimización”. Por ello, cabe preguntarse si la construcción de identidad política, hoy bastante huérfana, ya que un 72% no se identifica con ninguna de las dos coaliciones, no debiera explorar más la colaboración por sobre una confrontación que, vía dicotomías excluyentes, tiene mucho de artificiosa, azuzada lo suyo por los creativos de la “cocinería”. Igualmente, ¿no está la política-también la partidista- para ser lugar de encuentro y tramitar diferencias en lugar de recurrir a órdenes de partido? Si se señala que la diversidad y la colaboración es buena para la economía y para la empresa, ¿por qué no podrían serlo también para la política que, si bien tiene una dimensión de lucha, en la lógica de Schmidt, tiene también una arquitectónica?
La renovación de la política no vendrá de la mano de rostros más tersos ni de prácticas puntuales como primarias o foros híbridos constitucionales. Vendrá de nosotros mismos y de cuestionar lugares comunes así como de pensar disruptivamente sobre ella.
Publicada en La Tercera el 31/12/2015