La responsabilidad política
Cualquier reforma política futura no sólo tiene que cautelar la libertad de crítica política, sino la existencia de mecanismos diversos y crecientemente formales e institucionalizados para remover a quienes ocupan cargos políticos.
El reciente libro del senador Andrés Allamand, además de su malhadado título, tiene problemas metodológicos: está lleno de evidencias selectivas, muestras tomadas con pinzas para mostrar los traspiés de una coalición de Gobierno en sus 17 años de conducción. Sin embargo, algo es posible rescatar de él: la necesidad de recobrar el sentido de la responsabilidad política. Si bien atribuye la ausencia de éste a decisiones de la autoridad política, sospechamos que la explicación es más estructural y está directamente relacionada con nuestro régimen político. La implementación del Plan Transantiago ha acabado por ponerla en el tapete, máxime cuando se encuentra en pleno funcionamiento la comisión parlamentaria dedicada a investigarlo. ¿Por qué aparece ahora como importante la necesidad de que las autoridades políticas respondan por sus actos? El nuevo clima mental y la sensibilidad sobre la necesaria probidad y transparencia de los actos públicos, así como la idoneidad de quienes los ejercen, han llevado a una mayor conciencia acerca de esta figura y, muy plausiblemente, a una mayor indignación ciudadana cuando ello no acontezca. En la vida real, todo el mundo sabe que si hace mal la pega será removido. No debiera asombrarnos que la opinión pública se indigne frente a la tendencia de la política a escapar de estos códigos.
Como bien dice García Morillo, la responsabilidad política es producto de la civilización y ha sido un invento útil para evitar la enojosa alternativa de tener que seguir soportando a un incompetente o, en caso contrario, no tener otra salida que encarcelarlo. La sanción derivada de la exigencia de responsabilidad política, según dicho autor, tiene un carácter especial: con ella no se castiga una conducta ilícita, sino lícita. Enseguida, no se persigue tanto castigar o asegurar la reparación de un daño, cuanto ratificar la idea de que los gobernantes están al servicio de los gobernados. Lo que se sanciona, en verdad, no es haber actuado ilícitamente, sino la falta de idoneidad para el ejercicio de la función.
Pareciera conveniente reflexionar acerca de la generación de mecanismos institucionales que despersonalicen la decisión (que, en el presidencialismo, está concentrada en quien ejerce la presidencia) y que permitan responder por los actos, más allá de la necesaria rendición en momentos electorales. Algunos pasos se han dado, pero insuficientes. Entre las atribuciones fiscalizadoras del Congreso debutó, en el 2006, la interpelación. Los llamados a hacer un uso más recurrente de ella, la oposición, la evalúan como ineficaz, casi un mero trámite: los ministros interrogados pueden contestar lo que ellos quieran y no pueden ser interrumpidos.
Los nuevos tiempos resultan ser más exigentes con quienes ostentan el poder. Cualquier reforma política futura no sólo tiene que cautelar la libertad de crítica política, sino la existencia de mecanismos diversos y crecientemente formales e institucionalizados para remover a quienes ocupan cargos políticos, sumando instancias de rendición de cuentas y de fortalecimiento del Estado de derecho, en una perspectiva horizontal. Es esta una limitación más que evidencia nuestro presidencialismo en exceso. Sartori, en su momento, afirmó que “si los chilenos decidieran abandonar su sistema presidencial, estarían bien aconsejados, a mi juicio, si buscaran una solución semipresidencial y no parlamentaria”. Cualquier agenda democrática por venir no debiera ser miope a estos temas.
Publicado en La Nación.