Política y emoción
La Tercera, 30/03/2005
“Es difícil que la carga emocional de la política, relacionada con la identidad, no este asentada fundamentalmente en aquello que llaman “ángel” y que Michelle Bachelet pareciera poseer”
Al insistir en las supuestas bases de la emocionalidad (y, de paso, irracionalidad) en las que estarían asentados los apoyos del electorado hacia Michelle Bachelet, no se hace más que dejar en evidencia la falta de comprensión de las transformaciones que la política ha experimentado en las sociedades actuales.
Los sucesivos Informes de Desarrollo Humanos y, en particular, académicos como el extinto Norbert Lechner, ya alertaron sobre las ideas que los ciudadanos se hacen de la política. Específicamente, llamaba la atención acerca de cómo la actual desafección hacia la democracia no se explica ni por una crisis económica ni por una crisis política. Los motivos, a su juicio, parecían radicarse en el ámbito cultural y en cómo era necesario indagar mas acuciosamente en lo que él denominaba las capas más profundas que contienen los sistemas de valores, las representaciones simbólicas y los imaginarios colectivos.
La visión instrumental, relativa a la exigencia de una gestión eficiente que encare los problemas concretos de la gente, parece hacer tocado techo. En su lugar emerge una demanda por reconocimiento, seguridad y pertenencia que se reconoce en otro tipo de liderazgos. Alguno dirigentes neopopulistas de nuestro continente parecen haber intuido esta necesidad. En nuestro país pueden ser las candidaturas femeninas las que, sin proponérselo, acogen estas demandas y brindan nuevas claves de interpretación. Ello pareciera particularmente evidente en el caso de Bachelet y su llegada con los jóvenes.
En este contexto, las campañas electorales basadas en el currículum del candidato y su experiencia, así como en las ideas que le propone al país, son condición necesaria, pero no suficiente, para apelar al electorado. Dicha estrategia esta asentada en aquellas dimensiones de la política más centradas en el poder y en el orden. Las dos son importantes: la primera, porque habla de un ámbito instrumental que formula la pregunta de quién obtiene qué, cuándo y cómo; determina el modo en que se asignan los recursos y, por tanto, no excluye la política de camarillas, inseparable de todo sistema de poder institucionalizado. La segunda alude a la dimensión reguladora en el espacio que determina el marco de todas las actividades sociales, así como la creación y puesta en práctica de normas vinculantes.
Nuestros lideres y sus asesores de imagen han estado particularmente atentos a estas dos dimensiones, quizás compelidos por la necesidad de imponer razón en una lógica de ingeniería política transicional que haga olvidar los excesos político–pasionales del pasado reciente. Postergan, sin embargo algo muy importante: la dimensión expresiva de la política, vinculada con la identidad, y que se pregunta por quienes somos, por nuestras dudas y nuestro sentido de pertenencia.
Si bien se puede pensar que un líder no nace sino que se hace, producto de los artilugios del marketing político, es difícil que la energía y la carga emocional de la política que se relaciona con la identidad no estén fundamentalmente asentadas en la gracia personal, en eso que llaman “ángel” y que Bachelet parece poseer. Muchos todavía manifiestan su desconcierto ante la irrupción de su figura que no puede explicarse nítidamente con los códigos racionales de la profesión política estandarizada. Y no es tan descabellado pensar que ella representa un ejemplo de cómo se lidia con los miedos, se reconstruye la propia vida y se perdona.
Esta nueva situación no es fácilmente capturable por las encuestas y los datos duros en las que estas indagan. Enfrentamos una incógnita, un halo de misterio que la política siempre tiene y que la hace, muchas veces, más cercana a un arte que a una ciencia. Nuevos horizontes de estudio se abren, por cuanto no se ha logrado una plena comprensión de la emoción y su rol en la política.